Me enamoré del surf en mi primer road trip por Portugal en 1993. El surf era muy diferente en aquellos años: no había surf camps y apenas había escuelas de surf en Europa. Si querías aprender a surfear y no tenías un amigo o amiga que te enseñara, tenías que hacerlo de la manera más difícil: a modo de prueba y error.
Comprar una tabla de surf y un traje de neopreno; encontrar un lugar decente para surfear; descubrir qué olas se pueden surfear; aprender a remar y a levantarse, y finalmente cómo surfear la ola aún es difícil hoy en día, imagínate en 1993. En esos años, surfear era casi imposible para alguien que no vivía cerca del océano. Mis amigos y yo pasamos horas, días e incluso semanas conduciendo, leyendo, observando, hablando con gente y remando como locos antes de surfear nuestra primera ola.
Eso sí, una vez sentí la sensación de deslizarme sobre el agua, ser impulsado por la fuerza del océano y mirar hacia abajo y ver como la pared se forma verticalmente hasta casi derrumbarse sobre mi cabeza, todos los intentos fallidos y todas experiencias dolorosas fueron olvidadas.
Muy pocos momentos cambian las prioridades en la vida de un surfista tanto como la primera ola real que surfean. A partir de ese momento cada surfistas perseguirá implacablemente esa sensación de nuevo, hasta acabar organizando su vidas a su alrededor.